
Domingo de Día del Trabajo. Domingo, como todos, de comprar el pan y el periódico. Domingo de una época de precariedad laboral. Domingo en el que muchos no descansan en su afán de buscar un empleo. Domingo ideal para descubrir a Fidel Pernía. Una persona a contracorriente que ha hecho realidad su sueño. Trabaja en lo que le apasiona y descansa cuando quiere.
–¿Cuál es su geografía vital?
–Nací hace 46 años en Sevilla. Me crié en el barrio de Torreblanca. Soy el cuarto de seis hermanos. Mi padre, electricista, falleció cuando yo tenía solo dos años. Mi madre volvió a casarse, con un profesional sanitario destinado al barrio, y él es quien me educó y ejerció la paternidad. Nos mudamos para vivir en Sevilla junto a las huertas de San José Obrero, al lado de José Laguillo. Una zona que ha cambiado totalmente desde que se construyó la estación de Santa Justa. Estudié en el Colegio Calvo Sotelo y en el Instituto Velázquez.
–¿Cuándo empezó a trabajar?
–Desde muy joven. Para pagarme los estudios de la diplomatura de Estadística, hacía de todo: coger melones y sandías, pintar casas, limpiar escaleras, repartir periódicos por los pueblos,... Tuve la suerte de poder entrar a trabajar dos años en una multinacional del sector estadístico que abrió delegación en Sevilla. Después, con una beca de la Universidad Hispalense, empecé en la Caja de Ahorros El Monte para hacer sustituciones en verano, rotando por muchas oficinas bancarias de la capital y de la provincia. Les gustó cómo lo hacía y comenzaron a contratarme a través de una empresa de trabajo temporal (ETT). Me asignaron al grupo de rotación, un reducido número de personas que consideraban muy cumplidoras y fiables, y a las que recurrir para cubrir sobre la marcha cualquier baja o incidencia. Tenía que saber de todo: de atención al cliente, de gestionar la caja en ventanilla, de gestionar moneda extranjera, de tramitar préstamos o hipotecas,... He llegado a estar el mismo día acudiendo a cubrir bajas o resolver problemas en cuatro oficinas distintas. Y ganando el 46% de lo que le pagaban a los compañeros con contrato indefinido. Me aportó muchísima experiencia y mundología, al tratar a tantas personas que, sin conocerte previamente, te piden consejo sobre su dinero y su futuro personal.
–¿Cómo se aficionó a estar con las manos en la masa?
De niño, era en casa el que más colaboraba con mi madre en la cocina. No sé cocinar, pero descubrí que se me quedaban registrados los sabores, los distinguía bien. Y, con 12 años de edad, un día se me ocurrió hacer una masa de pizza, y meterla en el horno. No tenía ni idea, salió incomible. Pero me gustó la experiencia. Y vi que por ahí podía resolver una necesidad imperiosa: como todos los chavales de mi edad, haciendo vida de barrio en la calle, estábamos tiesos. En la pandilla organizábamos muchos partidos de fútbol. Y propuse hacer una pizza, comprando en el supermercado los ingredientes. Cuando nos dimos cuenta de que así, con el mismo dinero, en lugar de alcanzarnos solo para una, teníamos para cinco pizzas, poniéndole lo que cada uno quería, nos hartábamos de comer, y resolvíamos la tarde. Eso fue a más, y yo aprendiendo a hacer la masa cada vez mejor.
–¿No lo dejó cuando comenzó a trabajar profesionalmente?
Nunca. En mi niñez era una diversión. En mi etapa universitaria, y en la laboral, me servía para quitarme el estrés y romper la rutina. Disfrutando de la experimentación para buscar el sabor y la textura, y depurando la técnica. Convirtiendo la masa de pizza en masa de pan. Con el manejo del aceite de oliva virgen extra, con las proteínas animales de la leche o mantequilla. Y no pensaba entonces en ganarme la vida haciendo pan. Cuando tenía 18 años, la hermana de mi esposa me ofreció montar una pizzería y le dije que no. Pero, en mi etapa en El Monte, me tocó una sustitución de muchos meses en una sucursal, y todos los compañeros cogimos la costumbre de almorzar juntos allí el viernes mientras se completaba el arqueo. Uno hacía muy bien el paté de sardinas. Y yo llevé un pan de nueces con pasas. Tanto gustó que se corrió la voz en la red de sucursales, y otros compañeros empezaron a encargarme panes. Y llegó a oídos de clientes que eran empresarios de la hostelería.
–¿Cuál fue el primer restaurante que le encargó pan?
Al Solito Posto. Un italiano. Lo abrieron al lado de mi domicilio, y entablé buena relación con los tres socios que lo montaron, sin yo decirles que hacía pan en casa. Me hacía ilusión llevar a la familia a comer pizzas bien hechas, y fuimos a almorzar con los niños, los suegros, los abuelos... Cuando estábamos terminando, y se acercaron a saludarme, les dice mi suegra: “Vuestra pizza está buena, pero la que hace Fidel es mucho mejor. Y el pan, superior”. Sobre la marcha, me pidieron, a modo de prueba, que les hiciera dos panes. Compré harina, los hice en mi horno de casa, se los llevé, y fue emocionante ver su reacción entusiasta. Me pidieron que les abasteciera de pan. Para mí era un orgullo. Mi pan, ¡en un restaurante italiano! Yo no podía abastecerles con un horno casero, y empecé a utilizar el suyo. Todo eso a la vez que trabajaba en El Monte. Me levantaba a las seis de la mañana para hacer la masa y dejarla preparada, después me iba a la sucursal de Écija, y por la tarde me ponía a elaborar pan en el horno.
–¿Por qué no siguió como asalariado en la caja de ahorros?
En El Monte fui mejorando, me hicieron interino. Pero en mí crecía la pasión por hacer pan. Las perspectivas de futuro se ensombrecían con la fusión de El Monte y Caja San Fernando. Notaba lo agobiado que estaba el jefe de personal. Y mi mente no paraba de pensar si funcionaría o no dedicarme al pan. En el 2005, con 35 años, esposa, tres hijos y un cuarto en camino, me arriesgué para cambiar de vida y ser panadero. Nos comimos el coco para ponerle un nombre al negocio. Y como yo jugaba mucho con mis hijos pequeños a hacerles cosquillas como si sus barriguitas fueran lo que amasaba, e imitaba las voces en italiano de anuncios de televisión, mi esposa se dio cuenta de que mi hija Alba, cuando se reía mucho, para alargar el juego con su propia muñeca le hacía lo mismo y exclamaba: “¡masa bambini! ¡masa bambini!...” Y se le encendió la bombilla: “Fidel, escucha a la niña, ese es el nombre comercial para el pan”.
–En su entorno, ¿qué le llamaban más: valiente o insensato?
–Admito que la primera fase de ilusión dio paso al miedo, pensando en el porvenir familiar. Tramité la creación de la empresa como sociedad limitada en la Ventanilla Única de Sevilla. Y la economista me dijo que hacer pan como yo quería no iba a ser viable. Le hice un pan en mi casa, porque le había dicho que duraba en perfecto estado cuatro días, lo probó y le dio el visto bueno al proyecto. Busqué y compré el horno en Portugal, donde sigue alta la cultura de hacer bien el pan. Con miedo, elegí el local más barato posible, lo encontré en la calle Honderos, cerca de León XIII. Muy pequeño y poco visible. Toda la familia echó una mano para montar el obrador, su fontanería, alicatar, pintar... El primer día que enciendo el horno, me entró pánico. Me dije: “¿Qué hago aquí? ¿He extrapolado mi afición para convertirla en mi oficio? ¿Por qué he dejado la caja de ahorros, si me ha llamado el jefe de personal porque ya tiene plaza para mí? ¿He sopesado las consecuencias que puede tener si esto falla?”
–¿Los primeros clientes fueron los vecinos de la zona de León XIII?
–Desde el principio fueron más los restaurantes. Y decidí no embarcarme en producir de modo incontrolado ni en trabajar sin descansar. Me marcaba el objetivo de producir a demanda, siempre con un día de antelación, hasta un límite de kilos, y singularizando el producto. Y descansar todos los fines de semana y festivos, dedicarle al fin ese tiempo a la familia. Me encanta hacer excursiones con mi mujer y mis hijos, y montarnos en piraguas. A la gente le chocaba que yo no ofreciera pan los fines de semana. Y le sigue chocando. Por eso piensa erróneamente que estoy montado en el taco. Les parece una aberración que un obrador de pan no venda a diario.
–¿Así logró más ingresos que gastos?
Entro en la vida de empresario autónomo como elefante en una cacharrería. Antes solo había sido trabajador por cuenta ajena, asalariado. No tenía ni idea del sector de la hostelería. Ni de costes, ni de materias primas, ni de horarios. Yo quería hacer mi pan. Y estandaricé el precio. A 2,50 euros todo el pan de medio kilo. Como el pan de piñones. O el pan de naranja. Y las cuentas no salían. Para mí fueron claves las orientaciones de un amigo, Salvador Villalba, distribuidor de frutos secos, ya fallecido. Mi pan empezaba a gustar, y un empresario de hostelería me propuso que si lo vendía a 1,50 me compraba toda la producción. O eso, o nada. Y Salvador me dijo: “Sal de esas negociaciones. Ese no es tu tipo de cliente. Ya le has enseñado la calidad del producto. Si quiere algo, irá a buscarte. Busca la rentabilidad sin pervertir la calidad”.
–¿Vive Masa Bambini como su Odisea personal?
–Para mí el obrador es un miembro más de la familia. En mi fuero interno, con Masa Bambini no he creado un negocio, sino un estilo de vida. Es mi estilo de vida. Es mi compromiso. Y mis hijos mayores, que están en un instituto de Secundaria, y que se dedicarán de mayores a lo que ellos quieran, deben conocer cómo se hace la masa de pan. Y cómo valorar más la calidad del producto que ganar dinero como sea. Porque yo he visto a empresarios que me compraban el pan a 2,50 euros, venderlo a 8 euros. Mi máxima es la honestidad del producto. Soy consciente de que mi producto es pan. El primero de los alimentos. Y no puedo hacer pan que solo se lo coman cuatro. Y la gente no sabe que, sin subir el precio de venta, he cambiado de harina infinidad de veces, y sigo experimentando, para seguir mejorando la calidad. ¡Es tan grande la felicidad que siento en los 10 primeros minutos de cocción, cuando huele a masa y la levadura muere para dar paso a una exquisitez, a un olor de aromas dulces...!
–¿Cuál es la clave de su calidad?
–El tiempo. Dejar que la levadura actúe por sí sola. Eso es lo que hoy en día no quieren muchos panaderos convencionales, y para ganar dinero le restan tiempo a lo que no debe carecer de tiempo: el proceso de fermentación. Cuando tienen la posibilidad de hacer un pan en 20 minutos, en lugar de en 2 horas, lo aprovechan. Mi gama de panes tiene una fermentación que oscila entre dos y ocho horas. Además de la temperatura a la que se pongan los hornos juego con la temperatura natural de Sevilla, en un obrador con muros antiguos, en una calle fresca, no me entra el sol directamente, y con un ambiente interior lleno de levaduras. En los meses calurosos no se superan los 27 grados y en invierno no baja de 9 grados. Por ejemplo, hay panes de kilo que a veces están fermentados en tres horas, y otras veces se alarga a cuatro horas.
–¿Su harina es de otro costal?
–Trabajo con diez tipos de harinas. Cinco de ellas son ecológicas. Una es de Canadá, que la considero de las mejores del mundo; la mayoría son del Norte de España, con certificado de garantía, con un nivel proteico muy alto, es lo que necesito en fermentaciones largas para que tengan suficientes nutrientes. Aún son pocas las andaluzas que manejo, y me duele como andaluz, porque en esta tierra durante décadas se ha potenciado más la cantidad que la calidad. Tanto en el tipo de trigo como en el proceso de molienda.
–¿Cuántos tipos de panes hace habitualmente?
–En verdad, es solo un tipo de pan, entendido como una sola masa básica. A partir de ahí, ofrezco cien tipos de panes combinando ingredientes y sabores. Los que más se venden son el pan blanco básico, el integral, el de nueces con pasas, y el de tomate con albahaca. Hay muchas más variantes, a elegir por quien lo demande el día antes: el de ajo y romero, el de pimientos rojos y verdes, el de cebolla caramelizada, el de arándanos, de espárragos, de lavanda y miel, de pistacho y plátano,... Quien los compra los disfruta como un divertimento, te resuelve una cena en familia o con amigos, para acompañarlo con quesos, con ahumados, etc.
–¿Cuánto pan hacía al comienzo y cuánto ahora?
–Empecé con 12 kilos al día. Ahora el promedio diario es de unos 200 kilos. Conforme se ha ido consolidando el aumento de demanda, tras instalar desde hace cuatro años mi obrador en la calle Huelva (junto a la Plaza del Pan), y siempre marcándome límites para poder descansar, he podido contratar a otras personas. Empecé en solitario y ahora somos seis. He incorporado a cuatro personas de más de 40 y de 50 años, de las que padecen enormes dificultades para encontrar empleo. Que no habían hecho pan. Con contratos indefinidos, cotizando por 40 horas. Les he enseñado el oficio desde lo más básico. Y cuando viene el inspector de Trabajo, me dice que lo mío es un caso raro, pues lo que suele encontrarse en las empresas es a trabajadores que figuran con contratos de 10 horas semanales y en realidad trabajan 40 o más. Pero Masa Bambini es para mí, insisto, un estilo de vida, una escuela de vida.
–¿Qué restaurante más lejano le ha encargado pan?
De Japón, pidieron uno solo, tardó cuatro días en llegarle. También han encargado desde restaurantes de Madrid, Cádiz, Huelva, etc. En condiciones normales, mis panes pueden ser comidos a lo largo de cuatro o cinco días. Es lógico que el pan recién hecho tiene unos matices especiales y un sabor que no posee al día siguiente. Pero, igual que evoluciona el queso, el pan bueno, al envejecer, puede ser más saludable, al asentarse su nivel enzimático. Recordemos que, en las cocinas antiguas, se cuidaba tener ventilación natural, el pan se metía en tinajas y duraba una semana. En una cocina actual, dos consejos: no guardarlo en bolsas de plástico, porque ahí no transpira; y, cuando es un pan de varios días, tostarlo, para que suelte humedad y recobre su estado.
–¿El obrador ha cogido ambiente de panadería?
Me gusta que vaya cogiendo también el rol de lugar de encuentro. El sector del pan empezó a desnaturalizarse cuando abandonó los barrios y se trasladó a los polígonos industriales. Piense que, históricamente, al obrador acudían muchas personas a hornear sus panes, sus tortas, sus pasteles. Y, entretanto, se conversaba. Cumplía una función de sociabilidad como las lavanderías.
–La gastronomía está de moda. ¿Y el pan?
–El pan es un indicador de cómo marcha la sociedad. Ingrediente básico de la cesta de la compra, somos el pan que comemos. Y se ha generalizado comer un pan que no es bueno. Tanto en la cocina del hogar como en la hostelería, el alimento que ha caído en la escala de valores es el pan. Y eso que es un potenciador de los demás alimentos. Cuando valorar el pan vuelva a ser una prioridad, nos estaremos reencontrando. No tiene sentido, por ejemplo, que los restauradores cuiden ofrecer el mejor pescado, las mejores hortalizas, una amplia carta de vinos, una carta de aguas... y pongan un pan precocido. Está fallando quien no le da valor a un alimento básico.
–La cocina ha dado el salto y ahora es ‘show’ de televisión, de congresos. ¿Cómo se siente en esos ambientes?
–Hasta ahora he participado en pocos. El primero fue en 2011, el Fórum Gastronómico, en Gerona, con chefs de primer nivel mundial. Me sentí muy orgulloso. Igual que es un orgullo que acudan a mi obrador científicos de la Universidad Olavide con sus alumnos para ver cómo trabajo con las levaduras. Me siento fortalecido, respetado, libre. Yo no tengo prestigio, ni intento hacer un producto pomposo, ni busco la fama. Solo quiero que sea bueno y saludable. Y no pervertirlo para ganar más dinero. Ferrán Adriá me presentó llamándome maestro panadero. Yo no soy maestro. Todavía me da corte enseñar porque soy consciente de lo mucho que aún he de aprender.
–A su juicio, ¿qué le sobra y qué le falta a Sevilla?
–Le sobra la sensación que se tiene de querer convertir a Sevilla en un parque temático de hostelería. Sevilla es una sociedad de la que sale gente muy cualificada y de vanguardia en muchos campos, más de los que se conoce a nivel popular. Le falta sacarle más partido al potencial que le aporta el río a la ciudad. Me gusta cómo ha evolucionado la práctica deportiva. Por todas partes hay personas ejercitándose. Ha ido en paralelo al desarrollo de zonas verdes. Aún recuerdo, cuando se inauguró el Parque del Alamillo, comentarios aludiendo a que no hacía falta. Qué equivocados. Basta ir cualquier domingo y ver cómo está lleno.